miércoles, 23 de abril de 2008

Por eso te hablo del amor . . .



Por eso te hablo del amor

no es que quiera encaramarme en tu espalda

es que desde esta tribuna voy a decirlo todo:

sólo tú y yo contamos

sólo tú y yo nos velaremos la caída

tuyo será mi empuje

nuestra, la taquicardia en la punta del trampolín

haremos de relámpago y otras de pararrayos

seremos el auditorio sordo

el insomnio junto al mosquito

y su trompeta

ofreciendo el concierto en la oreja.




Verónica Marín (Villahermosa, Tabasco)

domingo, 13 de abril de 2008

En el principio de la luz estaba el fin



En el principio de la luz estaba el fin:
la masa de los sueños ocupaba espacios vírgenes.
Los huecos eran múltiples variantes de un deseo:
volver a la unidad la sangre y el delirio,
confundirse en la espada del silencio
y en la herida del intacto en palpación.
En el principio era una capa de emociones la distancia
entre un sonido y su reflejo luminoso.
En el principio no había sino caída,
cortes abismales en la nada y nada coagulándose.
En el principio ni el principio tenía orilla
ni era la sombra de algún nombre
y la palabra andaba a tientas, sin sonido;
En el principio de la luz
estaba el fin
del amor y la muerte y la locura.

¿Existirá un final de la inmateria,
un tiro de silencio que atraviese lo insondable?
Cuando las partículas estaban en el sueño,
y era éste una red de inexistencia
donde la oscuridad bullía sin encenderse,
¿qué parte del misterio fue quebrado
para que el fotón fuera distinto?
No van a decirte las palabras
lo que ese instante puso en nuestra esencia.
Sólo estoy tratando de tocarte
con la punta de una duda, con el soplo
de eternidad que invade el día en que no te hallo.

¿A qué volver a sitios añorados por antiguos
si en ellos no hay nada nuestro ni lo hubo?
Apenas hemos visto hacia el camino,
la entropía ha transformado hasta el recuerdo:
las paredes se derrumban al mirarlas,
los árboles son otros o padecen
una vegetal senilidad aun en mayo.
Sin embargo, deseamos tocar el viejo instante
cuando el origen parecía menos lejano,
aunque no quede al cabo de un segundo
sino una mancha en la memoria y la retina.
Nos expandimos a velocidad impronunciable
hacia el horizonte de sucesos de lo táctil.
¿A dónde regresar? Ya nada queda.
Habría que hallar la forma
de aplastar sin culpa los instantes,
de comprimir la memoria y las partículas
para entrar torpemente en sitios y romperlos
con nuestra monstruosa inmensidad en expansión,
como a un zapato infantil que no quisimos desgastar
cuando tuvimos cuatro tallas menos.
¿A qué volver si ya no hay sombra,
para qué desgarrar la luz ultraviolenta
en aquellas emociones tan horriblemente inaccesibles
que alguna vez tuvimos?
Ha quedado atrás el universo:
¿a qué volver, si son inevitables las mañanas
de días paulatinamente más estériles?

Si alguien está siendo asesinado,
si alguien también golpea a un niño,
mientras otro niño explota y una mina
se ramifica en muerte y amargura,
¿cómo quedar mirándonos las manos?
y alguien está diciendo: muera
para exigir más vida, menos sangre;
Alguien está llorando frente a un muro
que cárceles florece negramente,
alguien está feliz, piensa que nace,
otros se desbarrancan ante el miedo,
y una mujer levanta con la mano
el principio del fin de una galaxia.

¿Eres tú la mujer, eres la mano?
¿Eres esa palabra
que casi he de olvidar para cuidada
mientras la luz ultraviolenta busque un cuerpo
para besarlo brevemente y darle fin?
¿Qué palabra dirá lo que se calla?
¿Cómo se entra al ayer, cómo quedar
en casa, solitario, abandonándose?
Pero alguien estudia el miedo, lo acaricia,
para saber cómo darle un golpe exacto.
La luz se difumina muchas veces,
se convierte en penumbra, se disfraza
de soledad quemante, de deseo.
Alguien, dentro del fuego, diagnostica
que es recíproco el odio:
nada salva al amor, sólo la nada.
Alguien quiere ser tú mientras no duerme,
alguien se quita el nombre
y ya no sueña.
Otro (quizá yo mismo)
sueña que lucha, ama o lee,
y sólo vive
mientras la luz ultraviolenta
va apagándose.

ÁNGEL CARLOS SÁNCHEZ, Luz ultraviolenta

martes, 8 de abril de 2008

Una manzana ve al joven Isaac





Una manzana —entre otras tiradas en el suelo—

ve, sin ningún asombro

(para ella es normal que un hombre desafíe

—en esos términos—

la atracción de la tierra),

a un joven Isaac Newton trepar al manzano.