miércoles, 15 de agosto de 2007

Joaquín Vásquez Aguilar: la festiva fatalidad del lenguaje

GUSTAVO RUIZ PASCACIO

Joaquín Vásquez Aguilar (Cabeza de Toro, municipio de Tonalá-1947- Tuxtla Gutiérrez-1994) falleció unos días después del estallido zapatista en Chiapas; partió de igual manera como vivió, casi inadvertidamente, rabiando contra el mundo de asfalto, soñando con ese estero de mar que llevaba dentro. Nacido en la década de 1940, emparentado generacionalmente con otros tres poetas de la postguerra en Chiapas: Raúl Garduño, Efraín Bartolomé y Oscar Wong. Quincho Vásquez está más cerca del primero en cuanto al ejercicio poético: su tono angustiante, su ironía rítmica, su desgarrado conocimiento del mundo, son paralelos al de Garduño, no así su espacio poético.
Atrapado en la poética de la festiva fatalidad del lenguaje, Vásquez Aguilar sustantiva los verbos, adjetiviza los nombres, transgrede los sentidos, disecciona los sonidos. Su poesía es una caja de Pandora, algo así como el fuego prometeico. Pero su discurso poético no se aísla de su sustento semántico. Su errante caminar de poeta oscila entre la ingenuidad y lo maquinado, entre lo referencial y lo profano, entre la armonía clásica y la sinrazón romántica.
Prácticamente desconocido más allá de los círculos culturales y los amigos, Joaquín Vásquez Aguilar se fue como llegó, solo. Su soledad es la de esta tierra sin tiempo, hoy convertida en botín de los afanes más primitivos de la sociedad humana: la guerra. El punto máximo de esta crisis fue demasiado para este poeta. Huyó a tiempo o destiempo, no lo sabemos. ¿A dónde ir si se está aquí, con todas las voces del mundo pariendo a nuestro alrededor?.
Hay elementos que constituyen a todo poeta. Dichos elementos son vasos comunicantes de la experiencia del mundo a la experiencia del lenguaje y que en su conjunto particularizan un discurso sólo posible desde el acto de creación, pero susceptible de una plurifuncionalidad en el acto de re-creación, que corresponde al lector. A esta complicada sinfonía suele llamársele poética.
La poética de Vásquez Aguilar guarda una relación umbilical con la obra de dos poetas latinoamericanos: el chileno Vicente Huidobro y el peruano César Vallejo. Afincados en una época caracterizada por la lucha intestina entre las vanguardias, que pugnaban por una verdad unívoca y original, Huidobro y Vallejo no descreyeron jamás de dos instituciones: el propio sujeto y la Historia .
En la medida en que ejercieron un proceso desintegrador y reconstructor de las experiencias del mundo (un hecho típico de la vanguardia), mantuvieron el problema del sujeto y su relación de éste con el pasado y el presente, como un vínculo para la posteridad de la palabra, una consecuencia sintáctica y semántica de un orden del mundo sólo concebible a través de la poesía.
La voz de Huidobro, llega hasta Vásquez Aguilar, en su conflicto con la realidad de la lengua. Según Huidobro, “el valor del lenguaje de la poesía está en razón directa de su alejamiento del lenguaje que se habla (…) La Poesía es un desafío a la razón, porque ella es la única razón posible (…) La poesía está antes del principio del hombre y después del fin del hombre”. Detengámonos ahora en cada una de estas afirmaciones de la profesión de fe huidobriana y a su posible adecuación con el corpus semántico vasqueano.
Alejarse es acercarse, tomar distancia de un punto es estrechar la cercanía con otro punto, el plano de la lengua del mundo no es el plano de la lengua poética. Para Huidobro, “un poema es una cosa que será. Un poema es una cosa que nunca es, pero que debiera ser. Un poema, es una cosa que nunca ha sido, que nunca podrá ser” En esta persistencia oscilatoria entre lo inasible y lo deseable, lo intangible y lo verbal, es donde reside la primera afinidad de Huidobro con la poesía de Joaquín Vásquez Aguilar:

“quizá ocurra que el mar valga la pena
que resulte fantástico rascarse
que tengan razón los que me desprecian
quizá no sea bueno hablar mucho del dolor
y sea más útil colaborar con la muerte pensándola con ganas
también es posible que uno esté equivocado
al ponerse a cavilar en serio sobre la vida
y a lo mejor jugar futbol tenga su esencia

pueda ser que el sombrero sea más importante que el sol
y lo más probable es que el muerto esté bien muerto
quizá reír, llorar,
amar
quizá”

El asalto y desafío a la razón, no es el encanto romántico decimonónico sino el abrupto descubrimiento de mundos nuevos en cada poema, tal como se percibe en la poesía de Vicente Huidobro.
Constreñido por la razón occidental, el poeta ha ejercido, a partir del siglo XVIII, un oficio que constituye el último reducto lingüístico ante la institucionalidad del mundo. En una época, a la que hemos llamado modernidad, caracterizada por la concepción del tiempo sucesivo e irreversible, el poeta ha sido un convocante de los temas y las preocupaciones recurrentes del hombre: vida, muerte, amor.
En esta tríada cabe todo y, a la vez, todo escapa, porque los límites del hombre no son los mismos que los del lenguaje, de ahí que todo poeta inaugure un nuevo estadio para las mismas cosas de siempre. Si cada poema es único e irrepetible, hay que bordarlo y abordarlo con todo el atrevimiento lingüístico de una estética fatal y feliz. Ahí donde adverbios, sustantivos, adjetivos, sonidos y metáforas se entrecruzan sin acribillarse unos a otros, con una avidez sinfónica pocas veces presente en la poesía chiapaneca, Joaquín Vásquez Aguilar demuestra su continuo diálogo con el autor de Altazor:

“vengo de todas partes
con mis hojas
qué tal de pájaros
hola de borrachera
animal de llama
tienes todo mi apoyo terrenal para coser tu sudor
aquí tienes mi mano
construyamos puentes sobre el frío
con abrazos
acabemos de levantar esta geografía grata a nuestros pies
te mereces tus sones
mi querido animal de calor
toma mi aplauso”

El ejercicio del oficio poético no es histórico, en la medida de una consonancia que lo restringe a un presente social dado, sino en la medida de un compromiso lingüístico que evidencia una particular semántica del mundo, y una semiótica de los signos poéticos resultantes y opuestos a los signos denotativos del mundo. El poeta está en la historia porque es sujeto de ella, pero la poesía, a quien atiende y debe su oficio, lo antecede y lo sucede, lo espera años–luz y lo contempla aun antes del lenguaje; he ahí la tercera afinidad.

“te escribo esta sonrisa
a la altura de un nido discordísimo
la vida se vuelve una fiera dispar,
un puente cuyo río crece y crece
y esta lluvia que ya no me alimenta,
te escribo esta ramita secándose
esta mirada tiritando que debió ser mi voz calurosa
mi ademán de bienhavida puerta,
te escribo y me describo lejos
muy lejos”

La voz de César Vallejo, llega hasta Vásquez Aguilar en su conflicto con la realidad del mundo; ante la reiterada experiencia de un mundo cuya única y absurda verdad es la del dolor irracional, reiterado, inmerecido que nos provoca. Según Octavio Paz, el poeta peruano asimiló las formas internacionales de la vanguardia y las interiorizó.
Poesía de la tierra, el lenguaje de Trilce no podía ser sino de un peruano, pero de un peruano que fuese asimismo un poeta que viese en cada peruano al hombre y en cada hombre al testigo y a la víctima.
Es en este sentido de universalizar el dolor donde se incorpora la poesía de Joaquín Vásquez Aguilar, con su verso exclamativo desgarrador, su miseria humana, el hambre que canta cuando más hambre se es, el ahogo de un hombre que pasa con un pan al hombro:

“de mis paredes interiores
raspando órgano y órgano
extraigo la hiel más pura
la más verde
¡y me inyecto
con pasión de avispa

esto que digo
tiene una larga calle
que transito paso a paso
cuando estoy exactamente a la orilla de lo más esencial
como el saludo como el amor sin más
y digo hiel
porque sucede que ando como nómada
como río que no encuentra un ápice de tierra
y araña, siempre araña,
la piedra que le toca por herencia”

Para José Pascual Buxó, la poesía de César Vallejo, procura trasladar un sentido desde el espacio extralingüístico que lo sustenta hasta el espacio lingüístico que lo significa. Esta transmutación lo llevó a la máxima libertad poética, pero también al límite verbal del soneto (aunque no mental, como lo aclara Buxó en su análisis al soneto Intensidad y altura). La poética vallejiana pretende comprobar la radical insuficiencia del lenguaje, la desesperante fractura entre lo dicho y lo vivido, la tergiversación del mundo en los estilos artísticos.
Ahora bien, la poesía de Vásquez Aguilar opera paralelamente. En ocasiones vuelve a una estética clásica y en otras irrumpe sustantivando verbos o verbalizando sustantivos; así, reordena la sintaxis, con una serie de invenciones verbales concentradas y auténticas como las de Vallejo.
Pero, ante todo, define una constancia entre lo amargo y lo sereno, porque el espacio lingüístico no siempre es suficiente para alcanzar una comunicación eficaz que deslinde las contradicciones del hombre y de su vida. Con todo su vómito y su agonía, su desencantado arraigo terrenal y su ensoñación por el lenguaje, Joaquín Vásquez Aguilar, es el viento de febrero que cala y hala los husos y el polvo que sima la más alta cima humana:

“Yo no habito ciudad. No. Me doy cuenta.
Y me doy cuenta sombra que ando un poco
luz. Ciudad que no habito y cuyo foco
oscuro, cuya lámpara sedienta

de mi, de mi silencio (que me orienta
a la luz, a las voces con que toco
el paso de mi sangre y mi loco
seguir en mi tristeza y mi osamenta),

se muere de chocar contra mi canto
de árbol, mi rudo ir de campesino
a pie sobre la tarde. Y me levanto

y adelgazo mi palabra hasta un fino
ayer de viento, y a la ciudad canto:
“mi habitación es pájaro y camino”

“Esa noche hubo lumbre en tu cuerpo
la violencia del viento nos empujaba
el uno al otro
El tigre de la noche tenía sueltas sus amarras
y con mi corazón lleno de luces
te alumbré
me alumbrabas con el tuyo
imposible decir quiénes cabellos
quién atolondramiento
la luna era lorquísima
y el silencio se volvió un grillo nuestro musicándonos
palpitaciones altas rojas
nada tuvo la historia que decir sólo nosotros
vaivén desolaciones amor el toro que embestía
Caín y Eva Adán desconsolado:
He ahí la constancia.”

Así pues, hay un hilo conductor en el corpus vasqueano, una obsesiva rebeldía que no se sustrae ante el orden del mundo real–social sino que tiene una red en la que el mundo es sustraído por la vastísima operación poética del lenguaje (que atesora tiempos y reinstala un discurso de blasfemias y contrapartes en una profesión de fe que termina por vencer al mundo:

“odio de pronto a los mecánicos
a la mecánica
a la aritmética
a la revolución industrial
al peluquero y a su implacable política
al impecable vestido de las enfermeras
al pobre que se jacta de su honradez
odio a los certámenes y a los aplausos
y odio en general, al calendario y a sus manecillas incesantes
entonces me devisto lleno de virginidad
abro mi cueva
tomo mi lanza
y salgo en busca de fieras prehistóricas”

Si argumentamos este sentido de rebelión en la poesía de Vásquez Aguilar, es evidente que en su poética confluyen las dos direcciones de la revuelta vanguardista: una revuelta social a través del arte como liberador moral y catalizador existencial y una revuelta estética, fundamentalmente, contenedora de una ruptura temática y formal.
Surge entonces un discurso poético donde la cotidianidad se asemeja a lo maravilloso y donde los hechos banales mundanos son tan fantásticamente semejantes con el más intrincado sinsentido literario:

“te asedio
como los tambores en la selva
como el homosexual en la madrugada
como los pasos en el esquizofrénico
como la linterna del policía
como el conde drácula en la ventana
con la serenidad del asesino
con la ansiedad del paranoico
en el escenario del púgil
en la calle de la decisión
en la esquina de la inminencia
donde muere la cruz y nace la cruzada
donde duerme la cuna y despierta el hambre
donde termina el país de las maravillas
y comienza la isla de las persecuciones”

Si la poesía es una operación capaz de cambiar al mundo, dicha acción se ejerce con el poder de la experiencia del lenguaje. El lenguaje contiene al mundo y, por ende, al hombre.
Esta duplicidad es festiva y fatal: accede a los signos y a los símbolos de que estamos hechos, feliz acceso; pero, como pago y riesgo, exhibe la fatal provocación y sujeción de aquello que nombra y desnuda todos nuestros actos humanos.
Por ello, la poesía de Joaquín Vásquez Aguilar recorre la sintaxis castellana con un aterrador y festivo rostro; es un malabarista de la gramática de la miseria y del desconcertante ritmo del solitario hombre moderno:

“lo que muestra la puerta, no lo que esconde, me da miedo,
me da miedo tu mirada, no tus ojos.
Si tu lengua se enrosca de tal modo al hablar, me da miedo,
me da miedo la luz, por lo que muestra de las cosas,
me da miedo la sombra, por los gritos que oculta,
me da miedo la vida, por la muerte.
miedo de que no todo salga bien a la hora de amar,
a la hora de entregar universo tiernamente,
me da miedo también el sur sin el norte,
me da miedo la pala, por el muerto,
me da miedo la muerte por esto de la vida”


(RUIZ PASCACIO, Gustavo. Los fantasmas de la carne (las vanguardias poéticas del siglo XX en Chiapas), Ed. UNICACH, México, 2000)

1 comentario:

Anónimo dijo...

de lujo!!! llevaba rato esperando algo sobre Quincho, hace muchos años me rolaron un casette de el y me parecio fantastico, a mi me puede tocar las fibras mas internas con su poesia, lo admiro mucho, que mal pedo que se falleció.

Tienes libros de él!? o algunas poesias que me pudieras rolar?! yo fotocopié el libro "vertebras" de la biblioteca jaime sabines pero lo he perdido, por lo menos se que ahi estara pero algunos otros libros?! sabes tu donde puedo conseguirlos!??!

te agradezco mucho.