viernes, 30 de noviembre de 2007

NOTICIA DE LA POESÍA CHIAPANECA RECIENTE: TRAZOS Y BITÁCORAS (segunda de tres partes)

Ignacio Ruiz-Pérez
University of Texas, Arlington

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Otros derroteros en el Estado se dirigen en contraste a lo que se podría llamar una tendencia autorreferencial fundada en la exploración y la desarticulación del lenguaje. En estos casos, el espacio del texto confirma que no existe más ese acuerdo entre el sujeto y su entorno, que el poema es ante todo una realidad de papel, que sus signos son arbitrarios y cambiantes, y que el lenguaje es inestable pues apenas se sabe lo que algo significa (o es) cuando ya su sentido ha mudado. Me refiero a una conciencia hipercrítica que hace del texto un sistema que asume con desenfado la duda y la contradicción. El resultado es una poesía fundada al filo del lenguaje. En este rubro se ubican Roberto Rico (1960), Eduardo Hidalgo (1963), Gustavo Ruiz Pascacio (1963) y Carlos Gutiérrez Alfonzo (1964).
La obra de Roberto Rico se caracteriza por su elegancia y su cuidado prosódico, quizá de filiación neobarroca. La poesía de Rico es singular y notable por su arriesgada factura: en sus textos el poeta acude a sinestesias, juegos verbales y formas de toda índole —versículos, versos blancos y endecasílabos rimados. La obra de Roberto Rico descoyunta y fusiona los sonidos para señalar que el lenguaje es tan fugitivo como el sujeto que lo profiere. Así, el texto cobra una dimensión teatral en cuyo escenario las palabras son actores de un “carnaval barroco” (Ruiz Pascacio 5) de sonidos y encabalgamientos. La de Rico es una poesía mestiza capaz de sintetizar en un solo golpe de imagen lo culto y lo coloquial vía la paradoja en un alarde de gusto por asonancias, aliteraciones, sinestesias y juegos lingüísticos (semánticos o fonéticos):

Siglas, pentápolis los meses, Jasón es un acrónimo;
conjetural y trashumante códice que ostenta hirsuto par
de erratas: por consiguiente a salvo Bello Sino.
Madero de salvedad, un lápiz —ágrafo polizón— circunnavega
en cada vez más cortas coordenadas, hasta encontrar
salida en un viaducto de la Piedad abovedada… (32).

En la obra de Eduardo Hidalgo la escisión crítica —o “ironía”, según advierte Octavio Paz en Los hijos del limo— ha sido paulatina. Desde Eco negro (2002), Hidalgo anuncia la ruptura como caída fatal —en el más puro significado de la palabra: destino inexorable— y pérdida. El volumen es en gran medida tributario de la recreación del tempus fugit presente en la obra de Jorge Manrique, de la tradición metafísica del barroco español y, en la lírica mexicana, de Nostalgia de la muerte de Xavier Villaurrutia, Algo sobre la muerte del Mayor Sabines de Jaime Sabines y Oscura palabra de José Carlos Becerra. El paso del tiempo y la corrupción de la materia son los temas que recorren Eco negro, volumen que bien puede leerse como canto por la carencia y la imposibilidad del retorno. Los poemas de Hidalgo plantean que sólo se puede regresar al polvo. Pero esa vuelta, como sugiere Villaurrutia, es nostalgia de la muerte —o dolor por el regreso al origen— y conciencia de la discontinuidad. Por eso el libro inicia con una declaración de principios minimalista, desnuda y teológica de la escisión: “Él es el hombre / Tú es el hermano del hombre / Ella es la mujer del hombre / La muerte es de todos” (13). La conciencia de la caída se acentúa en Viene de antes (2006), libro que testimonia la ruptura extremándola y trasladándola ahora a nivel de la sintaxis del texto. La desarticulación es total: el poema se (auto)concibe como entidad en continuo proceso, un continuo estar siendo que debe ser completado lúdicamente con la participación activa del lector. El conjunto está integrado por casi fragmentos y composiciones breves, algunas de ellas con notas al pie que proponen soluciones alternativas que afirman, desdicen, completan y abren los sentidos del texto. Se trata de un libro total, múltiple, polifónico: en las páginas de Viene de antes conviven referencias a frases populares, a la literatura, a la música y al cine:

Qué linda, qué tierna.
El otro día la vi pasar
cuando iba corriendo cortando camino.
Sabía a video:
la imagen,
el drip drip que daba ritmo,
y el color, Dios mío,
qué color (37).

En cambio, la obra de Gustavo Ruiz Pascacio se decanta por la tendencia solar y apolínea del poeta vates. Desde Cualquier día del siglo (1994) hasta El amplio broquel de la melancolía (2001), es notorio en la obra de Ruiz Pascacio el diálogo con la tradición hermética a partir de la recreación de arquetipos e imagos. Sus poemas lo ubican en el marco de la “simbología” o estudio de los símbolos. Si se pudiera emplear un símil para describir los textos de Ruiz Pascacio, no dudaría en compararlos con emblemas cuyos paisajes son portadores de significados concéntricos como en un mandala —evolutivo e involutivo, creativo y escatológico, solar y lunar— que, en sus espirales, acaso tendiese a contener el mundo en una suerte de aleph borgeano. Del diálogo entre símbolos e iconos, el poeta aspira a transmitir, por una parte, una imago en cuanto imagen y geografía (paisaje visual); y por otra, una idea del mundo de ribetes universalistas y heterodoxos en su voluntad por unir las tradiciones mitológicas de oriente y occidente en el crisol del texto:

Abrimos las fauces de Fenris
y contemplamos el interior de la tierra
se nos vino encima un crepúsculo de fuego
cadenas hierro mazmorras
con nuestros ligamentos
formamos un nombre poderoso
y tembló el universo. (2001, 71)

Carlos Gutiérrez Alfonzo concibe la poesía como acto genésico, verbal y lumínico. El poeta comparte junto con Rico, Hidalgo y Ruiz Pascacio la dimensión metadiscursiva del texto. Pero lo que en Rico es proliferación, en Gutiérrez Alfonzo es desplazamiento y pulsión —horror sagrado— por el vacío de la página, certidumbre de que la escritura es —parafraseando a Gabriel Zaid— una práctica mortal: el debate entre el alba como espacio gestante, en tránsito, y la noche como tempo que preludia el caos potencialmente creativo de la escritura. Una praxis, se diría, ascendentemente gozosa, como se aprecia en la mística en lengua castellana desde San Juan y Santa Teresa de Jesús. Tal vez por esa razón la poesía de Gutiérrez Alfonzo se complace en la ruptura de la sintaxis, el empleo de hiatos entre versos, la dicción reposada, como en duermevela, y juegos verbales cuya virtud radica en su trazo y desplazamiento sobre la página. Junto a Mallarmè, el autor de Vitral el alba (2000) comparte la conciencia del vacío, la idea de que la música antes de ser música es una consonancia de silencios. En ese sentido, la poesía del autor de Cirene (1994) es esencial y obedece a un doble recurso: por un lado, es un despliegue minimalista de silencios, trazos y epifanías —lo maravilloso cotidiano, el pasmo ante la luz en cuanto vida y decurso. Pero por otro, al abrevar de la tradición mística la obra del Gutiérrez Alfonzo se repliega en el espacio del texto como vacío primordial, “nada rebosante de nada en la inmensidad de la nada”:

Avanzo
. . . . . . . . por la hoja
. . . . . . . . . . . . . . . . dibujándome
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .dibujándola surge (22).

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